Marrakech, la genuina capital del sur marroquí, está situada dentro de una cazuela. Las paredes de esta cazuela son las montañas monumentales del Alto Atlas, esta cordillera mítica que unifica dos mares, el Atlántico y la Mediterránea, y que agermana el pequeño Magreb: Marruecos, Argelia y Túnez.

Es fácil de entender, pues, que Marrakech viva intensamente un clima especial y ligero. En verano, y durante muchos meses, el calor está potente, un calor africano que se hace ser. Y en invierno, bastante más corto, el frío se instala cómodamente para hacer la pascua a los de Marrakech. Llueve más de lo que nos pensamos, y es el agua de lluvia que riega el oasis vecino de la ciudad y lo transforma en un palmeral que es un gusto pasearse por él, sobre todo a las horas del atardecer flairant las plantas olorosas que broten, espontáneas, de una tierra milagrosamente fértil. A pesar de todo, las exigencias de los turistas, que no nos conformamos nunca con una ducha diaria, hace que el agua acontezca, cuanto más va más, un bien escaso y que el oasis se empobrezca de una manera alarmante.

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